Roland Barthes se propone descubrir una estructura en la existencia de Jules Michelet, es decir, desenmarañar la red de las obsesiones del historiador clásico francés, autor de obras ahora imprescindibles como Historia de Francia, La bruja, El pueblo, El insecto, entre muchas otras.En esa red de obsesiones de Michelet han quedado atrapados temas esenciales del devenir humano y del pensamiento, como la mujer, el sexo y el amor; la justicia, el pueblo y la revolución; la muerte y el sueño; la religión y la sangre, etcétera, pero dichos temas no son asumidos en forma abstracta por el historiador y su crítico, sino como florecimientos o pasiones en la vida y en la historia. Roland Barthes ha tejido también una red en esta obra y los fragmentos que recoge de Michelet logran componer de manera cabal el verdadero rostro del historiador.El riguroso método de Barthes hace de Michelet una auténtica creación que nos lleva apasionadamente al conocimiento profundo, en este caso de las ideas fijas que se apoderaron del espíritu de un gran historiador.
La fuente de la gran literatura rusa del siglo XIX y XX tiene sus raíces en la figura de Alexander Pushkin, el gran poeta romántico. Por eso es lógico que todos los escritores de ese país hayan trazado su progenie y dejado claro el grado de admiración con el modelo. De Nabókov a Tsvietáieva, Pushkin es una materia obligada. Uno de los ensayos más estremecedores es Mi Pushkin (1973), a la vez crítica y testimonio, homenaje y ajuste de cuentas, de allí el posesivo "mi" del título de Tsvietáieva, cuya prosa, por muchos comparada en calidad a su extraordinaria pesía, encuentra aquí una de sus cimas. Si el autor Eugenio Oneguin muere en un duelo, cumpliendo en cierta forma su destino como personaje romántico, el sufrimiento de la escritora cumple también una trama común a lso escritores rusos en el siglo pasado.