Roland Barthes se propone descubrir una estructura en la existencia de Jules Michelet, es decir, desenmarañar la red de las obsesiones del historiador clásico francés, autor de obras ahora imprescindibles como Historia de Francia, La bruja, El pueblo, El insecto, entre muchas otras.En esa red de obsesiones de Michelet han quedado atrapados temas esenciales del devenir humano y del pensamiento, como la mujer, el sexo y el amor; la justicia, el pueblo y la revolución; la muerte y el sueño; la religión y la sangre, etcétera, pero dichos temas no son asumidos en forma abstracta por el historiador y su crítico, sino como florecimientos o pasiones en la vida y en la historia. Roland Barthes ha tejido también una red en esta obra y los fragmentos que recoge de Michelet logran componer de manera cabal el verdadero rostro del historiador.El riguroso método de Barthes hace de Michelet una auténtica creación que nos lleva apasionadamente al conocimiento profundo, en este caso de las ideas fijas que se apoderaron del espíritu de un gran historiador.
Estas escrituras son hijas de un viaje circular, concebido como un enigma. Cada frase, respirando con libertad y rigor, avanza y retrocede, asombrada y reflexiva, sobre la luz y la sombra de sus proprias huellas, aunque las pequeñas historias que de pronto aparecen, exhiban en su apariencia lo contrario. Algo sucede o transcurre en varias páginas de este libro, es posible, pero no en el espacio temporal de siempre. Lo percibo así: más bien lo sospecho.
Entre una respiración y el murmullo de otra respiración, cambia no solamente el espíritu, sino también la respiración de quienes se atreven a respirar de otro modo, inmersos en un idioma de naturaleza imantada. Dicho lenguaje no interrumpe su vuelo por encima y por debajo del mundo, y siempre vuelve, circularmente, sobre sus proprios pasos. Surgen entonces los fantasmas de carne y hueso que poco a poco van atreviéndose, de ritmo en ritmo, más allá del espacio y del tiempo, a soñar los sueños que tal vez nadie ha soñado todavía, aun cuando el cultivo de dicha virtud sea casi imposible.
Al fin, nuestras escrituras son hijas de una operación mágica. ¿Por qué digo nuestras? Más bien pertenecen al aire y al sueño: son aire que sueña. Un aire encarnado que se permite pensar e imaginar a través del sueño habitualmente en vigilia.