Cuando llega la Copa del Mundo quienes nos consideramos
aficionados a este juego pretendemos olvidar que lo demás
existe, nos disfrazamos y recurrimos a cualquier tipo de artificio
para alargar todo lo posible esas cuatro semanas. Cuando
el torneo acaba somos expulsados a una realidad que dura
cuatro años. Salimos del estadio, ese círculo mágico que se
expande globalmente gracias a los medios electrónicos, y nos
enfrentamos de nuevo a nuestra realidad imperfecta. En el
caso del futból mexicano esa realidad está conformada por
una selección que juega más en Estados Unidos que en territorio
nacional, por una competición donde el equipo que
que da en el lugar número doce puede ser campeón, equipos
que desaparecen o cambian de sede con un plumazo, una liga
femenil con salarios ínfimos y directivos a los que poco les
importa la opinión de sus aficiones.