Encima de nosotros el cielo blanco, ensuciado con negro, daba señales de que ahí venía de nuevo el aguacero. Eran las seis y pico. Pero también hubieran podido ser las tres de la tarde, o las nueve de la mañana. El cielo de la isla no se llevaba con las horas del día. Y cuando no estaba blanco, ensuciado con negro, estaba negro ensuciado con nada. Negro, sin estrellas que pudieran dar fe de que no se había caído, que ahí seguía