Roland Barthes se propone descubrir una estructura en la existencia de Jules Michelet, es decir, desenmarañar la red de las obsesiones del historiador clásico francés, autor de obras ahora imprescindibles como Historia de Francia, La bruja, El pueblo, El insecto, entre muchas otras.En esa red de obsesiones de Michelet han quedado atrapados temas esenciales del devenir humano y del pensamiento, como la mujer, el sexo y el amor; la justicia, el pueblo y la revolución; la muerte y el sueño; la religión y la sangre, etcétera, pero dichos temas no son asumidos en forma abstracta por el historiador y su crítico, sino como florecimientos o pasiones en la vida y en la historia. Roland Barthes ha tejido también una red en esta obra y los fragmentos que recoge de Michelet logran componer de manera cabal el verdadero rostro del historiador.El riguroso método de Barthes hace de Michelet una auténtica creación que nos lleva apasionadamente al conocimiento profundo, en este caso de las ideas fijas que se apoderaron del espíritu de un gran historiador.
Miradas subversivas es un libro que no tiene deslindes. Por el contrario, las irregularidades cometidas en la geografía tradicional de la escritura quedan abolidas. Se ha intentado buscar en el arte -casi todo con ejemplos renacentistas- el erotismo y sus cercanías con lo que llama, sin más ni más, pornografía. Por eso la sexualidad se enlaza al misticismo, la arquitectura a la literatura y ésta a la pintura y viceversa, para que los tonos obedezcan más a una mirada totalizadora, aunque se parta de principios de singularización que son lo que hacen la mirada de artistas que la experiencia histórica presenta.El cuerpo es aquí el objeto poético de mayor importancia, trátese de una pintura de Carpaccio, de Ghirlandaio o Signorelli, o del abanico desplegado durante el Carnaval, en Venecia, fiesta que entroniza precisamente al cuerpo como su gran ventura. Por eso también es importante la impresión de la fotografía en aras de alcanzar una realidad distinta a la observada por el espectador que, sin cámara, ve de otro modo las cosas, como también son diferentes en unos versos del Aretino, en una escultra de Pietro Barbino o en un lienzo de Caravaggio.