Monterrey es una ciudad que siempre ha tratado de ocultar parte de su rostro, como aquellas mujeres que maquillan una cicatriz o la cubren con un peinado extravagante para que nadie la vea, todos los días nuestra urbe tiende un vuelo de pudor para alejar de la mirada de los curiosos lo que, a su criterio de provinciana vieja, debe permanecer ignorado: la violencia que late tras los muros de las casas o en las calles solitarias, el comercio carnal indiscriminado, la muerte que ascha a sus habitantes detrás de cada puerta, el homosexualismo presente desde el primero hasta el último de los escalones en la pirámide social, las ambiciones insanas, la drogadicción, la marginalidad.