Cuando se contempla la vida desde la perspectiva de los setenta años superados, es un motivo de sorpresa incesante apreciar las reuniones informales de jóvenes amigos en las tardes de los domingos. Las mujeres van cargadas de niños, muy a menudo berreando desde sus cochecitos, diminutas bicicletas o colgados de los brazos, desde donde otras los amamantan. Los maridos comparten la mayor parte de las veces el suplicio de tantas atenciones desmesuradas a bebés tozudos que no empezarán a empatizar con el resto hasta superados los dieciocho meses. Como constata Alison Gopnik, profesora de Psicología y Filosofía en Berkeley, Universidad de California, los bebés y los adultos parecen pertenecer a especies distintas y, no obstante, los dos son profundamente humanos.