Roland Barthes se propone descubrir una estructura en la existencia de Jules Michelet, es decir, desenmarañar la red de las obsesiones del historiador clásico francés, autor de obras ahora imprescindibles como Historia de Francia, La bruja, El pueblo, El insecto, entre muchas otras.En esa red de obsesiones de Michelet han quedado atrapados temas esenciales del devenir humano y del pensamiento, como la mujer, el sexo y el amor; la justicia, el pueblo y la revolución; la muerte y el sueño; la religión y la sangre, etcétera, pero dichos temas no son asumidos en forma abstracta por el historiador y su crítico, sino como florecimientos o pasiones en la vida y en la historia. Roland Barthes ha tejido también una red en esta obra y los fragmentos que recoge de Michelet logran componer de manera cabal el verdadero rostro del historiador.El riguroso método de Barthes hace de Michelet una auténtica creación que nos lleva apasionadamente al conocimiento profundo, en este caso de las ideas fijas que se apoderaron del espíritu de un gran historiador.
La voz poética que habla en este libro es la del testigo que registra cosas y hechos desde una concentrada sensibilidad. Miro la tierra alude a esa actitud de observador y también a la contribución de la mirada sobre lo visto.
En Las ruinas de México, primera parte de este libro, lo que se ve es un paisaje desolador: la capital mexicana después del terremoto de 1985. Más allá del escenario en ruinas, estos versos testimonian la impotencia humana frente a los poderes insondables de la tierra y lo hacen con una ductilidad que reclama para el verso los territorios que ha cedido a la prosa. Por extraño que parezca, Las ruinas de México es la única secuencia extensa de poemas escrita en torno de este acontecimiento.
Pero Miro la tierra en modo alguno se limita a dolerse ante la catástrofe. También alaba el milagro de estar vivos y celebra las maravillas del mundo. Cada poema de este libro colabora a trazar una conciencia en la que, sin drama pero sin docilidad, conviven lamentaciones y alabanzas, sístole y diástole de una poesía que no renuncia a mirar la tierra y, al hacerlo, vuelve a nombrarla para nosotros.