De manera semejante a como aconteció en otra época, cuando los pintores mexicanos del siglo XIX viajaban a Europa -primero a Roma y luego a París- para estudiar las obras de los maestros europeos y aprender todo aquello que sobre arte se gestaba en el Viejo Continente, Arnold Belkin, atraído por la pintura mural mexicana -la cual descubrió a través de libros-, tomó la decisión de dejar su tierra natal, Calgary, Canadá, para viajar a nuestro país y conocer a los grandes creadores del movimiento mural mexicano: Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Así se definió su genuina inclinación por el arte.Belkin, alentado por la idea de convertirse en muralista, arribó a tierras mexicanas en 1948, estableciéndose en la ciudad de México. Llegó a un país que entonces contaba con 24 millones de habitantes; que cinco años antes, en 1943, había tenido la oportunidad de presenciar una de las manifestaciones más impresionantes de la naturaleza: la erupción del volcán Paricutín; de nuevos e importantes hallazgos antropológicos, como los restos del hombre de Tepexpan y las pinturas murales de Bonampak; con un recién creado Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, el cual tendría a su cargo la promoción y difusión del teatro, la ópera, la música, la danza, la literatura y, por supuestos, las artes plásticas; y una capital de la república con tres millones de pobladores.La ciudad de México empezaba su transformación hacia la modernidad. Contaba ya con importantes arterias viales como el viaducto y se había iniciado la construcción de los primeros conjuntos habitacionales: los multifamiliares Juárez y Miguel Alemán. Era una capital llena de vida y actividades culturales.