Tras la apariencia de una sencilla designación, la palabra escritura, cuando se habla de literatura, adquiere una ambigüedad particular. Deja de referir una tecnología para insinuar, en el vaivén entre la práctica y el producto a los que simultáneamente alude, los sentidos más disímiles: obra, estilo e, incluso, por medio de una sinécdoque, autor. Hablando de literatura, pues, escritura describe más un ámbito de problemas que un fenómeno estable.