Todas las esperanzas de Gabriel Lynch se encontraban depositadas en un ascenso a la gerencia que
le fue negado. Peor aún: su falta de talento y su mala fortuna ni siquiera le permitieron estar dentro
de la terna de candidatos. Y Constantino, prototipo del niño mimado y con palancas, no solo le
ganó el puesto sino también los favores de la colega con la que salía. Esa fue la ofensa final. Gabriel
se niega a seguir siendo un espectador del éxito ajeno y decide hacer pagar a su superior las
afrentas e injusticias de las que se siente víctima. Pues, si bien carece de poder, le sobra el odio.