Hace unos años, Juan Carlos sorprendió con su mirada sobre la prostitución. Era un problema social, sí miles de mujeres, casi siempre madres, empujadas por falta de laburo digno a vender su cuerpo para mantener a sus hijos. Eso ya lo sabemos. Pero había algo más qué pasaba con los hombres, los consumidores de prostitución, los clientes de los gatos. ¿Por qué en tiempos de tanta mujer deseante como nunca hubo, tantos hombres se refugian en los gatos, en los cuerpos rentados? ¿Para esto pedíamos, queríamos, peleábamos por la Revolución Sexual? ¿Para qué se multipliquen en las ciudades los privados donde se hacinan mujeres tristes que los varones imaginan alegres por tener sexo con ellos; prostíbulos donde, para más morbo del cliente, se ofrecen menores, paraguayitas indocumentadas, traídas con engaños y convertidas en mano de obra esclava de proxenetas siniestros? No. Ninguno de nosotros quería esto, pero aquí está y no hicimos lo suficiente para que no sucediera. Aquí está y lo que es peor, a pocos asombra o indigna. Cuando Juan Carlos me contó que con sus reflexiones sobre los clientes de la prostitución iba a hacer un libro, le sugerí un título transgresor: ir de putas. Tal vez ya fuera viejo, pero ir de gatos no me sonaba. También pudo haber sido Nos vamos para el sauna, como dice Los piratas, canción hiper popular de Los Auténticos Decadentes. O, ¿Quién no se ha comido un gato?, frase de obvio doble sentido que siempre rueda entre risas cómplices en el momento cínico de cualquier mesa de varones.