Roland Barthes se propone descubrir una estructura en la existencia de Jules Michelet, es decir, desenmarañar la red de las obsesiones del historiador clásico francés, autor de obras ahora imprescindibles como Historia de Francia, La bruja, El pueblo, El insecto, entre muchas otras.En esa red de obsesiones de Michelet han quedado atrapados temas esenciales del devenir humano y del pensamiento, como la mujer, el sexo y el amor; la justicia, el pueblo y la revolución; la muerte y el sueño; la religión y la sangre, etcétera, pero dichos temas no son asumidos en forma abstracta por el historiador y su crítico, sino como florecimientos o pasiones en la vida y en la historia. Roland Barthes ha tejido también una red en esta obra y los fragmentos que recoge de Michelet logran componer de manera cabal el verdadero rostro del historiador.El riguroso método de Barthes hace de Michelet una auténtica creación que nos lleva apasionadamente al conocimiento profundo, en este caso de las ideas fijas que se apoderaron del espíritu de un gran historiador.
2011 fue el año en que soñamos peligrosamente, el año del resurgimiento de la política emancipatoria radical en todo el mundo. Ahora, un año después, cada día nos trae nuevas pruebas de cuán frágil e inconsistente fue ese despertar, como prueban los nuevos síntomas de agotamiento: el entusiasmo de la primavera árabe se encuentra bloqueado entre pactos inestables y fundamentalismo religioso; el movimiento Occupy Wall Street está perdiendo impulso hasta tal punto que, en un buen ejemplo de «astucia de la razón», las cargas policiales en el parque Zucotti y otros lugares de protesta parecen un mal menor, ocultando la inminente pérdida de inercia del movimiento. La misma historia se repite en todo el mundo: los maoístas en Nepal parecen superados por las fuerzas realistas reaccionarias; el experimento «bolivariano» de Venezuela parece estar retrocediendo cada vez más hacia un populismo caudillista...
¿Qué debemos hacer en momentos tan deprimentes, cuando los sueños parecen desvanecerse? ¿La única elección que nos queda es aquella entre el recuerdo nostálgico-narcisista de los momentos sublimes de entusiasmo y la explicación cínica-realista de por qué esos intentos de cambiar la situación estaban inevitablemente destinados al fracaso?