El papel nos enfrenta, desde las primeras letras, a un
diálogo callado y solitario con nosotros mismos. Cuadriculado para las operaciones
matemáticas; pautado para que en él se
posen las notas como aves; blanco, para enfrentarnos al horro y el placer del
vacío. El papel vacío defendido por la
blancura, como exigía Stéphane Mallarmé.
De la elección del lado oscuro o luminoso de la fuerza depende el
destino que demos al papel, el homenaje que rindamos al utilizar esa invención
que forma parte esencial de nuestra vida.