Roland Barthes se propone descubrir una estructura en la existencia de Jules Michelet, es decir, desenmarañar la red de las obsesiones del historiador clásico francés, autor de obras ahora imprescindibles como Historia de Francia, La bruja, El pueblo, El insecto, entre muchas otras.En esa red de obsesiones de Michelet han quedado atrapados temas esenciales del devenir humano y del pensamiento, como la mujer, el sexo y el amor; la justicia, el pueblo y la revolución; la muerte y el sueño; la religión y la sangre, etcétera, pero dichos temas no son asumidos en forma abstracta por el historiador y su crítico, sino como florecimientos o pasiones en la vida y en la historia. Roland Barthes ha tejido también una red en esta obra y los fragmentos que recoge de Michelet logran componer de manera cabal el verdadero rostro del historiador.El riguroso método de Barthes hace de Michelet una auténtica creación que nos lleva apasionadamente al conocimiento profundo, en este caso de las ideas fijas que se apoderaron del espíritu de un gran historiador.
Decía Stéphane Mallarmé que hubo alfabeto e inmediatamente después aparecieron los versos. ¿Y la prosa? Según Mallarmé no hay prosa, afirmación alarmante ante la realidad tipográfica de tantos libros. Digamos que la prosa quedó sembrada en una comarca fronteriza, en un limbo de ávidas pulsiones; tan insaciables, que desataron, al paso de los siglos, a las criaturas multiformes y locuaces que llamamos novelas. Los cuentos siempre estuvieron allí, es decir en la mente de la tribu, en la otra avidez, la de los niños y los ancianos que dicen siempre cuéntamelo otra vez. Los apetitos de la prosa fuerón definiéndose contra el fondo oscuro de los ritmos poéticos y nunca los abandonaron del todo; buscaron sus propios horizontes, sus leyes y su modo de asumir una memoria y una tenez voluntad de forma. Así nacieron la prosa poética y el poema en prosa, a una módica distancia de las narraciones milenarias y emparentados de lejos con las novelas diluviales. Este libro busca insaciablemente el horizonte donde ha de ser leído. Cree encontrarlo para perderlo en el momento siguiente, que puede ser el de un punto y seguido o el de una pausa prosódica; está hecho de pérdidas y ganancias, de intermitencias y cortes, tajos, interrupciones, pero allí nace su extraña coherencia. En ese ritmo entrecortado quiere encontrar su legitimidad, su ley, su música. Quien lo escribió desconfía de la facilidad con la que puede simularse un estilo es, o debe ser, una plenitud de agudeza, puro brillo punzante, sin disimulos ni disfraces.