En un ruinoso edificio de la ciudad de México, un grupo de ancianos pasa los días entre rencillas vecinales y tertulias literarias. Teo, el narrador y protagonista de esta historia, tiene setenta y ocho años y un apego enfermizo a la Teoría estética de Adorno, con la que resuelve todo tipo de problemas domésticos. Taquero jubilado, pintor frustrado con pedigrí ?hijo de otro pintor frustrado?, sus mayores preocupaciones son llevar la cuenta de las copas que toma al día para extender al máximo sus menguantes ahorros, escribir en un cuaderno algo que no es una novela y calcular las posibilidades que tiene de llevarse a la cama a Francesca ?presidenta de la asamblea de vecinos? o a Juliette ?verdulera revolucionaria?, con las que constituye un triángulo sexual de la tercera edad que «le habría erizado la barba al mismísimo Freud». La vida rutinaria del edificio se rompe con la irrupción de la juventud, encarnada en Willem ?mormón de Utah?, Mao ?maoísta clandestino? y Dorotea ?la dulce heroína cervantina, nieta de Juliette?, en un crescendo de absurdos que arriba a un clímax para mojarse los pantalones. Concebida bajo el dictado de Adorno, que afirma que «el arte avanzado escribe la comedia de lo trágico», entrelazando fragmentos del pasado y del presente, esta novela recorre el arte y la política del México de los últimos ochenta años, marcados en la historia familiar por la sucesión de perros de la madre del protagonista, en un intento por reivindicar a los olvidados, los malditos, los marginales, los desaparecidos y los perros callejeros. Con su tercera novela, el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos, tras la excelente acogida, tanto en lengua española como en sus muchas traducciones, de Fiesta en la madriguera y Si viviéramos en un lugar normal, se confirma como un narrador imprescindible, con una voz personal y un sentido del humor muy singulares.
Muchos siglos atrás -justo al amanecer- la bruma se alzaba sobre la llanura aluvial de Coatzintla. Una mañana fresca y húmeda que comenzaba junto al fuego del hogar. Apoyada sobre el fogón se hallaba una pequeña vasija de forma extendida. El barro arenoso había sido cubierto con un baño muy delgado de pintura blanca y el borde terminado con pinceladas de color rojo. Sobre el fondo requemado se dejaban caer -uno a uno- los panes de maíz.Sobre la tierra -a un lado de las brasas- se encontraba "sentada" una olla con agua. El cuello de la vasija no podía ser más alargado y el barro alisado del cuerpo se tornaba áspero en el fondo. Una banda de color rojo adornaba la base del cuello y otra más recorría el borde. En aquel lugar -junto a un pesado metate de piedra- se hallaban otras vasijas, todas de paredes altas y tan pulidas que brillaban al despuntar la primera luz del día. Las había pintadas de negro y con distintos tonos de rojo. Las anaranjadas probablemente habían sido traídas de la vecina ciudad de Cerro Grande, en la cuenca media del río Tecolutla; las otras eran producto de los alfareros de El Tajín. Aquel metate aún estaba húmedo y conservaba adheridos los restos del maíz molido al amanecer. En el patio había leña y se escuchaba el crepitar de las ramas al consumirse en el fuego. Llamaba la atención un enorme apaxtle de barro con dos grandes asas y un cuervo de plumas negras parado sobre el borde.