Son las últimas líneas de mi primera novela, escritas hace exactamente treinta años. Tenía la impresión de que allí todo se debatía. En aquella época, solo quería escribir un único libro. Un libro que contara América y sus voraces mitologías: la velocidad que permite recorrer un paisaje sin fin, el deseo sujetado como un perro rabioso por una Lolita de un pueblito perdido, el éxito siempre inesperado y fuera de proporción, y toda esa santurronería que chorrea de la boca de los pastores negros y de los políticos blancos