Sorprenden las buenas obras que nacen de un primer impulso creativo. Aunque puedan carecer de la total depuración que da el tiempo en el oficio, descifran el porvenir de una escritura y tienen algo salvaje: urgencia expresiva y ambición poética, rasgos que les dan un temple particular. El primer impulso, la necesidad en el sentido que los trágicos griegos le daban a esta palabra equivalente a destino, puede ser a tal punto arrollador que el resto de la obra regrese una y otra vez a esas claves o, simplemente, que nunca más pueda alcanzar la hondura y el vértigo entrevistos. Es cierto que, en esta materia, el número de excepciones siempre tira la regla, pero los misterios que rodean a los días, meses, primeros años en que se fragua un proyecto artístico, proyecto de vida, semeja a la indescifrable sabiduría de las plantas que, ante el final del verano, crecen a una velocidad asombrosa para aprovechar la última plenitud del sol y afincarse con fuerza en la tierra.